jueves, 8 de noviembre de 2012

La hucha



Caixa de Aforros

La hucha


No sé qué pude ver en aquella hucha. Quizá la expresión un poco melancólica del cerdito, o sus ojos, aquellos ojazos sin malicia, tal vez las orejas listas, tiesas..., no lo sé. Pero fue mi perdición.

Jamás en la vida se me ocurrió robarle nada a nadie. Mis padres eran personas serias que nos educaron en el respeto a los bienes ajenos, siguiendo los mandamientos cristianos. No creo saber lo que es la codicia. Eso no quiere decir que en alguna ocasión no haya sentido tentaciones, pero más por la gamberrada o el capricho que por el valor de lo sustraído, sin ambición propietaria. Pero como soy persona tímida siempre me detuvo el temor a ser descubierto, sobre todo por la vergüenza consiguiente.

Fragmento de The Golf Specialist, corto de 1930, con W.C Fields mostrando su famoso amor por los niños. (Subtítulos en castellano)

Yo estaba entonces trabajando de pintor por domicilios particulares y me anunciaba en la prensa provincial. Llevaba a un chaval conmigo que me ayudaba y me resolvía muchas papeletas, era trabajador, responsable y alegre. Una bicoca, una delicia de guaje. En muy poco tiempo aprendió el oficio y hacía él la mitad del curro. Estabamos los dos contentos porque le pagaba bien y nunca nos faltó trabajo.

Debería haberlo previsto, pero un día se independizó. Era bueno en lo suyo, formal y quería casarse. Yo estaba soltero, y así sigo, y lo traté como a un hijo, le ayudé en todo lo que pude, y me dispuse a buscar otro aprendiz, sabiendo ya que sería imposible encontrar una joya como aquella.

El mozo que contraté era ya talludito, pero parecía dispuesto y de fiar, y para empezar no me parecieron malos mimbres.
Yo empezaba a estar mayor y no veía muy claro mi futuro, aún tenía por delante unos cuantos años antes del retiro y parecía que últimamente las cosas se torcían. La gente regateaba, escogían los materiales mirando más el precio que la calidad o el rendimiento, tardaban en pagar, o no pagaban...

Acabé despachando al ayudante. Con los presupuestos que manejaba podía hacer la labor yo solo con pocas horas más de trabajo a la semana. Y de todos modos cada día salía menos curro.

Un día me avisaron para pintar una casa de nuevos ricos en las afueras de la ciudad. La señora me indicó dónde podía coger agua, en un grifo junto al garaje. Dentro había calderos, podía usarlos en caso de necesidad. Habían dejado preparada la planta inferior de la casa y, si necesitaba algo más, la señora estaría arriba, podía llamarla.

Entré en el garaje a coger el cubo y entonces la vi. Estaba en una esquina, en el suelo, junto a otros trastos polvorientos. Era una hucha de barro con figura de cerdito, de las típicas, ¡bueno!, de las típicas no, porque en lugar de forma de tonel tenía foma cilíndrica, como un gochín flaco, y el exterior era brillante, pues aplicaron un engobe. Ni el barro, ni la cocción, ni el acabado eran del todo toscos, para ser justos.

Esto deben ser disculpas que me monto para intentar justificar o, simplemente, explicarme el por qué me quedé enganchado con aquel cerdito.
Cuando acabé el trabajo ese día y volví a casa no podía quitármelo de la cabeza. A la mañana siguiente, antes de empezar a pintar, tuve que entrar en el garaje para echarle un vistazo. Me tenía subyugado. Ahí seguía.
Por la tarde me acerqué al rincón y lo tenté. Sonaron una pocas monedas. Debía llevar allí mucho tiempo, olvidado ya. No lo habían abandonado por su riqueza interior. Ni por sus magros jamones.

El día que plegué, distraje la hucha entre las brochas y los rodillos y me la llevé a casa.

Nada más llegar lo primero que hice fue lavarla con cuidado. Estaba pensando dejar de fumar y se me ocurrió que podía ir echando cada semana el dinero que ahorrara en tabaco. La tenía sobre la mesa y la miraba fascinado. La sacudí otra vez. No había más de media docena de monedas en su interior.
Iba a sacar un cigarro pero en su lugar saqué un euro, ¡Hay que empezar a ahorrar!, pensé, y acerqué la moneda a la ranura.

No me dio tiempo a soltarla. La ranura, el vacío interior, como un aspirador monstruoso, absorvió la moneda y a mí agarrado a ella. Llevo aquí dentro unos cuantos años, junto a otros cinco pringaos, ya perdí por completo la noción del tiempo y del ahorro.

Ramiro Rodríguez Prada

The Vientre. Todo lo hago Fatal.
 

 
Salud
 

4 comentarios:

  1. Me encanta el cuento y el final. Por cierto, me has hecho sentirme en el curro en los primeros compases de tu historia. Es la de cualquier oficial que pulula en el maravilloso mundo de la construcción; un pintor, un electricista ,un fontanero. Y el pintor cuando cogio a su 1º ayudante... ¿Había abandonado a su maestro?
    Besitos
    Viriato

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    1. Son los pasos de la carrera, aprendiz, oficial y maestro, como bachiller, licenciado y dotor. Este hombre, al no tener una familia que sostener ni grandes necesidades, nunca fue ambicioso, dejó a su maestro siendo mucho mayor que su propio aprendiz cuando lo abandonó a él. Andaba por los 40 cuando se independizó y al principio trabajó unos años solo, como al final, pero sí, ése fue su primer aprendiz.
      No obstante, como es una historia inventada, puedes recrearla a tu gusto, seguro que tienes más experiencia, por lo que dices, yo sólo llegué a oficial cristalero y maestro en moscas (del vino...).

      El final es el destino del pobre, el banco guarro es la puta cárcel del currante! ¡Frota al gocho, a ver si sale el genio! Aaayy...
      Besos y muchas gracias, César.
      ramiro.

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  2. Ja, la hucha mala del banco malo. Historia de terror como la vida misma.

    Salud

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    1. Ferpectamente captao, pirátissa!, y nos leimos el pensamiento cuando contestaba a César.
      Besos!

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