jueves, 23 de febrero de 2012

Huecos en los tapiales -6


Butrón en un pajar
San Justo de la Vega, diciembre 2011

Gordito

De los siete hermanos varones que vivían en casa de mi abuela paterna, cuando eran niños, sólo había uno gordito, de los pequeños, los demás eran más bien delgados y espigados. Se sacaban un año o año y medio entre si.

En las primeras horas de la noche de un sábado de invierno, tras una planificación mínima el gordito, que tendría 7 u 8 años, acompañó a dos hermanos un poco más mayores que él, de 10 ó 12 aproximadamente, hasta la casa de un vecino para apañarle un par de tripas de chorizo fresco y asarlas al día siguiente junto a la bodega, cuando el padre, como todos los días, los enviara a llenar el garrafón de vino que diariamente se bebía en la casa.

Habían oído una conversación del vecino con mi abuelo en la que le decía que iba a abrir un agujero en la cocina de curar la matanza para la ventilación y salida de humos del pequeño fuego que se les pone a los chorizos en lo más crudo del invierno.
Aprovecharon que el butrón estaba recién abierto, tapado sólo con un montón de paja, sin el marco y los barrotes de hierro que colocarían después. Pero era demasiada altura para ellos, por eso llevaron una pequeña escalera de mano.

El primero que subió se metió por el agujero como un hurón y el segundo tuvo que sujetarle los pies hasta que se descolgó a la otra parte de la tapia. Después ayudó a entrar al hermano desde dentro.
Le habían dicho al pequeño que se quedara junto a la escalera para vigilar y si pasaba algo los avisara. Era ya noche cerrada y difícil que a esa hora anduviera algún vecino por ese camino de las cuadras y pajares, en la parte trasera de las casas. Incluso, si pasara alguien, no sería fácil ver a quien estuviera pegado a la pared de una casa en la oscuridad.

La matanza colgaba de los palos del techo. Después de acostumbrarse a la oscuridad y de estudiar un poco el terreno, casi más palpando que viendo, escogieron dos tripas de las más largas y cada uno de ellos metió una debajo del jersey. Ya habían calculado que tal vez tendrían que salir por la puerta de la cuadra porque en la cocina de curar no habría con qué subir otra vez al butrón. Salieron a un patio interior donde daba la ventana de la cocina de la casa, que tenía luz, y buscaron la cuadra.

Mientras tanto el pequeño se iba impacientando y, sobre todo, tenía miedo. Le pareció oír unos pasos cercanos y después, más próxima, una tos. En realidad sería alguien que se habría metido en una calleja cercana a echar una meada antes de entrar en casa. Pero el chaval ya no podía razonar y sudaba y no sabía qué hacer.
Subió los cuatro peldaños de la escalera y asomó la cara por el agujero. No se veía nada. Llamó al hermano más mayor pero no le salía la voz de la garganta del terror.
Se aupó al agujero con dificultad y metió la cabeza. La tapia era lo bastante ancha como para  no ser suficiente la cabeza para asomar por el otro lado. Como estaba bien gordín le costó encajar los hombros y necesitó meter también el cuerpo. Sólo quedaron las piernas gordezuelas fuera del tapial.

En la cocina de curar, oscuridad y silencio absoluto. Volvió a llamar atemorizado al hermano mayor sin obtener respuesta. Cuando sus ojos se acostumbraron también a la oscuridad del curadero vio que tenía la cara a la altura de los chorizos, que colgaban de unos varales en el techo. Pero no había nadie en la habitación.

Los dos ladronzuelos mayores estaban abriendo desde dentro la puerta de la cuadra, que sólo habían cerrado con un antiguo pestillo de hierro, sin la tranca de madera que acostumbran a poner cruzada. El vecino no se enteraría de que los delincuentes habían salido por allí porque la puerta quedaría otra vez con el pestillo puesto al cerrarla desde fuera.
En efecto, sin hacer ruido arrimaron la puerta y oyeron un suave chasquido metálico de la pieza que al caer cerraba el mecanismo.
Sintiendo la alegría de la liberación y el éxito de la empresa, pero en silencio absoluto, se deslizaron a lo largo de la pared hasta el lugar donde habían dejado la escalera.

Enseguida vieron las piernas del pequeño asomando por la tapia. Las sacudía como si quisiera meterse más en el agujero o quizá salir... .
Uno de ellos subió la escalera y agarró las piernas del guaje. El chaval pegó un grito que a ellos les pareció que se iba a enterar todo el barrio. Estuvieron unos segundos paralizados, sin atreverse ni a respirar.
¡Somos nosotros!, susurró el rescatador. El pequeño empezó a llorar y a decir que lo ayudaran a salir de allí, que no podía. El hermano lo tranquilizó malamente diciéndole que traían los chorizos, que se callara o al final los iban a pillar y que ahora mismo lo sacaban, y ni corto ni perezoso empezó a tirar de las piernas.

Nada. No se movía ni un milímetro. Después de un rato de tirar sin resultado subió el otro hermano que tampoco consiguió moverlo ni más ni menos. El gordito había quedado encajado en el butrón y ni siquiera tirando cada uno de una pierna lograron liberarlo. No podían entrar otra vez en la casa para intentarlo desde dentro porque la puerta de la cuadra había quedado cerrada.
Convencieron al pequeño para que aguantara un poco mientras iban a casa por herramientas para escarbar por algún lado y de paso dejar las tripas de chorizo, que no veas cómo les estarían poniendo las camisas y los jerseis.

Quedó lloriqueando y no porque fuera cobarde, estaba realmente en una situación comprometida.

Pero era la hora de cenar y los grapó la madre nada más entrar en casa. Preguntó por el pequeño que había quedado a su cuidado y le dijeron que estaba cenando en casa de un amigo cuyos progenitores eran compadres de mis abuelos, con varios padrinazgos cruzados. La trola coló y después de cenar salieron con la excusa de ir a buscar al hermano.
Debajo de los jerseis esta vez uno llevaba un cuchillo largo de los que mi abuelo usaba para la matanza del cerdo y el otro un destornillador grande.


Ventano de una cocina de curar

No había pasado ni una hora cuando volvieron. El pequeño entretanto no había cesado de gimotear sacudiendo las pernezuelas, intentando salir de su prisión de barro pero, poco antes de llegar sus dos compinches, agotado, ¡se durmió!. Algo hipnotizado también, supongo, con el rico olor de la matanza. Tuvieron que alzar la voz más de lo deseado porque al gordito, con las orejas al otro lado de la tapia, casi no le llegaba el sonido y dormía como un bienaventurado.

Menos mal que se les ocurrió jalar otra vez del hermano en equipo, porque si llegan a tener que usar las herramientas que llevaban sólo Dios sabe cómo hubiera podido terminar aquello.
Agarrado cada uno a una pierna tiraron con todas sus fuerzas, subidos en aquella escalera estrecha y no muy segura y de pronto el gordito, que habría reducido el milímetro justo entre lo que sudó, lloró y relajó con el sueño, se destrabó y salió como un corcho de champán, de estampida. Cayó sobre los hermanos y la escalera y los cuatro al suelo.

Los mayores, que amortiguaron la caída del bien alimentado pequeño, fueron los peor parados, pero la cosa no pasó de algunos moretones y rasguños. La altura no llegaría a dos metros.

Nadie se enteró de la aventura, probablemente ni siquiera el vecino perjudicado que es difícil que echara en falta dos chorizos entre los jamones, las cecinas y el centenar de tripas, de cerdo, vaca, sabadiego, lomos y morcillas, colgadas en aquel secadero.

Sin embargo ese domingo no se atrevieron a llevar los chorizos a la bodega para asarlos con unos sarmientos cuando el padre los mandó por el cántaro de vino.

Los comieron la tarde del sábado siguiente en el monte los tres conjurados y según contaban les supieron a gloria. Se rieron de los apuros que una semana antes habían pasado.
Pero asaron los chorizos con leña de encina, envueltos en una hoja de berza y untados con grasa de cerdo, como habían visto hacerlo al padre más de una vez.

Nunca se les ocurrió volver a entrar en casa ajena ni coger lo que no era suyo. Al final los siete hermanos, buenos comedores, acabaron siendo adultos gruesos, incluido el gordito, que además fue mi padrino de bautismo.

Ramiro Rodríguez Prada

P.D. Aunque esta es una historia apócrifa hecha de retazos e imaginación ya no hay testigos vivos que la puedan desmentir y sus hermanos murieron también. De todos modos las travesuras de este estilo no eran tan raras y mi intención, además de entreteneros, era recordar a mi tío Andrés.

Ahí os dejo un contraste musical con el cuento de hoy (en realidad de los años 30 ó primeros 40).

Nina Hagen y Herman Brood en plan tranquilo, cosa rara en ellos.

Das war so schön, en fin, Eso fue muy hermoso.


Salud