martes, 22 de mayo de 2012

Reaparece el chibuquí


El chibuquí entre las sombras del bodegón.
Con el zombi de Arousa, 2012.

Lo primero que vi al abrir los ojos fue la cicatriz de las narices de Benedicto, el gemelo del papa, el traficante de ron y dueño de aquel antro. Me miraba a muy corta distancia supongo que comprobando si seguía vivo. Debió soltar un regüeldo a pote porque me olió a una mezcla de chorizo, lacón y grelos cuando abrió una boca con cuatro dientes para decir, ¡Despertó el grajo!.

Ya me imaginaba la escena y me daba pereza levantarme. Con la cabeza apoyada en los brazos sobre la mesa, a través del pelo revuelto que me tapaba la cara veía ahora al orangután tras la barra y a don Ramón hablando con el gigantón que había aparecido en un sueño anterior. Gesticulaban hacia el rincón donde yo estaba como si hablaran de mí o tal vez me reclamaran a su lado. No lo sé. Tenía un cebollón inconmesurable, me pesaba más la cabeza que el cuerpo, creo que si me llego a levantar no soy capaz de alzarla de la mesa ni un centímetro. Así que volví a a cerrar los ojos y me dormí otra vez.

No puedo saber cuánto tiempo había pasado. Desperté de nuevo porque sentí una especie de pequeñas sacudidas y una voz cavernosa y muy potente que escuchaba como a través de un cuerpo, en la misma oreja. No sé explicarlo.
Pero enseguida me dí cuenta de la situación. El gigante que hacía compañía a Valle en la taberna del Bene me había cargado al hombro como a un saco de patatas y seguía  al manco por la escalera que unía el pequeño atracadero con el muelle de Vilanova de Arousa, donde nos había llevado la primera vez Saturnino, el compañero y criado del manco en anteriores ocasiones. Por tanto, habíamos vuelto a cruzar la ría a golpe de remo y yo sin ser consciente de nada.

El hombre le iba contando a don Ramón algo sobre una mujer. Con la cabeza colgando a la espalda de aquel oso veía la pequeña chalupa de Valle amarrada en su sitio. Era de noche y el tiempo y la mar estaban calmados.
Aunque me notaba despejado no quise decir nada por pura curiosidad de lo que contaban los dos hombres. El gigante le hablaba al viejo de una chica con la que intentaba entablar relaciones formales y que no le hacía ni caso. Valle, que abría la marcha por las tortuosas calles de Vilanova, escuchaba y sólo contestaba con monosílabos e interjecciones.

Con una voz de trueno pero con expresiones inocentes, casi infantiles, decía ahora:

La chica me quiere, se lo digo yo, la mala es esa bruja.
No sé...
Ayer le llevé unos grelos para el pote, ¿sabe lo que me dijo?
No.
Que le venían bien pa los gochos. La muy...
¿Y?
Nada. Los agarró.
Pol rabo.
No, eran grelos no nabizas.
Ah!
Y me dijo que dejara en paz a su hija y que fuera a buscar una giganta de mi tamaño, ¿que le parece don Ramón?
¡Cornetas!
¡Estoy desesperao, voy a hacer una tontería, de verdad!
Disparatas.
No sé, don Ramón, no podría usted hablar con ella?...
¡No!
...A usted le respetan. Jakelín dice...
¡¿Cómo?!
Jakelín dice...
¿Quién?
La chica.
¿Pero no era gallega?
Sí, pero se llama Jakelín, con g de jota.
Ya, ya...
No, Ya no, Ja, Ja, Jakelín. Se lo puso una tía suya muy finolis que vive en la Coruña.
¿Qué dice?
¿Quién?
¡Jakelín, carayo, quién si no!
¡Ah, sí!. Dice que en su casa se le aprecia y que su padre tiene todas sus novelas.
¡Pero si no sabe leer!
Es igual, pero los libros los tiene muy repasaos por fuera y se sabe de memoria el número de páginas de cada uno, don Ramón. Ese hombre es muy memorioso, como dice la mi Jaki.
¡Sopa!

Era un diálogo entre besugos, aunque sin duda el genial manco, dentro de lo disparatado de la cháchara y de la propia situación, parecía controlar otra vez la escena y tener a aquel hombre a su servicio ocupando el puesto de Saturno.
Estábamos llegando a la casa del gallego y empecé a rebullir dando señales de vida.

¡Quieto, quieto, marrano, que ya te dejo en la cochiquera!, rugió el gigante sujetándome el culo y apretándome contra su cuello como si verdaderamente llevara un gorrino al hombro. Yo me debatía allí arriba dándole a les patuques, hasta que intervino don Ramón.

Pósalo, Sebito, que el pollo ya puso el huevo.

Me dejó con mucho mimo en el suelo y soltó una risotada como un huracán sin dejar de agarrarme por los brazos. Me sacudía con la convulsión de la carcajada como si fuera una batidora.

¡Suéltalo, carayo, que lo vas a desgonciar!, chilló Valle.

Eusebio, que así se llamaba el hombretón, me soltó sin dejar de reír.

¿Cómo va ese baile, tanguista?, dijo Valle en un trémolo nada más verme quieto parao a la altura de sus quevedos, mirándome entre atento y burlón.
¿Qué tal, don Ramón?
Se ha hecho usted de rogar, pillastre.
¿Quién yo?
¡No, Sebio, no te jeringa! ¿Con quién estoy hablando, filete!
Perdone usted, aún estoy un poco desubicado.
Pues espabile y ubíquese que hoy le tengo preparada una sorpresa. Y penetramos en el jardín.

Inmediatamente pensé en el chibuquí y sin pausa en Tejerina, la mujer del viejo.
¿Cómo está su señora?, se me ocurrió preguntar pasándome de atento. ¡Buena la armé!
¡Lagarto!, berró él frenando y girándose, ¡Lagarto, no me mente a la bicha, pollo, que le afeito la cresta!, e hizo con  la mano el gesto de cortarse el cuello.

Entramos en la casa a oscuras y en silencio. En el vestíbulo Valle encendió una palmatoria y atravesamos el pasillo en fila india hasta la puerta del sótano. La bajada por la escalera medio acaracolada fue fantasmal con aquella luz, pero al llegar abajo Eusebio prendió unas lamparillas de aceite bien repartidas que permitían una buena visión del subterráneo.

La sombra del chibuquí.
En la bodega del Manco 2012.

Recordaba la noche aquella en que se había presentado la Guardia Civil, cuando estábamos a punto de probar el material que el legía de Vigo le había pasado a don Ramón y, sobre todo, de hacerlo en el famoso chibuquí que el genial arousano había mercado a un turco en Atenas. El sargento de la Benemérita hablaba de un asunto turbio de pederastia y prostitución de menores en el que el gallego estaría enredado. No volví a saber nada más de aquello y pensé que tenía que tantear al manco al respecto.

Pero ahora lo que me traía a mal traer era el chibuquí que el viejo había escondido, aquella mentada noche, en una estantería llena de trastos junto con una bolsita de cuero con el marrón.
Y no tardé en encontrar la sombra del chibuquí en la pared de la bodega y enseguida la fina y larguísima pipa que ya conocía.

Mas lo que pasó después fue otro sueño, porque éste acabó aquí.


Glenn Gould. 2/4 Goldberg Variations (HQ audio - 1981)

Salud y felices sueños.

Ramiro