martes, 29 de mayo de 2012

Sombras en la terraza: invierno -2


San Justo de la Vega. León, febrero 2012.

A

A eso  de las cinco de la mañana me levanté y salí a la calle, no podía dormir, había estado dando vueltas en la cama y a todos los problemas que me cercaban, sombríos y amenazadores. Pensé que tal vez el frescor de la noche me ayudara a despejar los negros nubarrones que se cernían sobre mí, y un paseo largo a fatigar un poco el cuerpo para volver después al lecho. Todo eran sombras.

Pero la noche estaba espesa y caliente. Me interné por las callejuelas más oscuras y frescas de la ciudad buscando un poco de alivio. Los rincones en sombra exhalaban un vaho de fruta podrida y moho, las esquinas de las casas olían a orines. Un gato negro me salió al paso desde un solar oscuro y pensé en malos augurios, en pesadillas más tenebrosas que la oscuridad del barrio.

El calor no aflojaba, era denso, pesado y húmedo como el de una tormenta de verano. La ropa se me pegaba al cuerpo e iba caminando fatigosamente, paso a paso como una vieja cucaracha. Una sombra se deslizó al fondo de un callejón umbrío. Oí susurros y lastimosos quejidos y luego otra vez un silencio torvo como el que precede a un crimen. Quise regresar, dejar aquel deambular deprimente.

No tenía miedo y no porque sea una persona valiente sino porque pensaba que quién en esas calles podría dar más pavor que yo mismo, me vi reflejado en el cristal de un escaparate y no me reconocí. El cielo parecía cubierto y no se veía ni una mísera estrella, ni el más leve destello en esa capota nocturna impenetrable. Cuando volví a casa me arrastraba, aún más aplastado por las ideas.

Las farolas temblaban con una luz triste y mortecina. Cerca de los cubos donde suelo tirar la basura todas las noches, incluida ésta, pisé un excremento de perro y escuché una horrible blasfemia que debió salir de mis labios, pero también extrañé la voz, no era la mía. Me volví como adivinando una presencia ominosa a mis espaldas. Nadie. La misma soledad y aquel silencio mortal.


Notaba la suciedad de las calles adherida a la piel, el olor de las ratas pegado al cuerpo. Cuando me metí en la cama fue como si entrara en una fosa común, temblaba, sentía avanzar la negrura dentro del pecho, cómo las sombras iban tapando lentamente mi corazón. Me dormí al fin mientras mi alma se ocultaba tras una nube, semejante a una luna oscura y fatalista. A día siguiente todo había pasado. 


León, febrero 2012.

B


Bien sé que ni las noches de la ciudad ni la oscuridad me son propicias, por eso acostumbro a retirarme pronto y tengo por norma no acostarme más tarde de las doce. Pero esa noche no podía dormir, hacia las cinco de la madrugada me levanté y salí pensando dar un corto paseo por la misma calle donde vivo, sin dejar el barrio. Hacía calor y buscaba algo de frescura.

Enseguida me sorprendió la deliciosa temperatura de la noche y llamó mi atención la cantidad de luz que podemos derrochar los urbanitas en horas y horas de iluminación inútil, para nadie, porque  no vi ni una sola persona en todo ese deambular que, poco a poco se fue alargando. Caminando a buen paso salí de las calles y lugares conocidos. Me había perdido pero no sentía ningún miedo.

Un airín manso y dulce parecía murmurarme al oído una melodía mientras avanzaba entre las casas. Escuché las risas de una pareja, la tos blanda de un niño y los ronquidos estentóreos de algún gordo fumador. Un gato solitario, teñido con las luces de las farolas, se paró en la acera y me miró como si quisiera saludarme. Luego echó a andar contoneándose, seguro de no conocerme de nada.

El cielo parecía oscuro pero todavía podían adivinarse los destellos de cientos de estrellas, a pesar de la competencia desleal de la exajerada iluminación nocturna. Un delicado aroma y un soplo cálido me llegaba desde las pequeñas avenidas arboladas y en los callejones más estrechos envueltos en suave penumbra las flores de los balcones se daban la mano. Se diría un paseo diurno pues todo era luz.

No me sentía nada fatigado después de un buen rato de insistir en aquel paso vivo que llevaba, todo lo contrario me notaba ligero y volatil como el aire. No sé cuánto tiempo habría pasado pero no tenía ninguna gana de volver al lecho, ni siquiera de regresar a casa. Pero después de cruzar un paso de peatones y enfilar una calle llena de escaparates, llegué a un pequeño parque conocido.

Habían recogido la basura y los cubos donde la deposito cada noche estaban ya amontonados en la acera esperando el camión de la empresa que los administra. Tan tiesos y curiosos en sus sitios que parecían esculturas urbanas luciendo a los ojos de un público nochernigo y escaso, para iluminar mis próximos sueños. Me acosté pero no pude pegar ojo. Al día siguiente estaba hecho polvo.


La terraza de San Justo de la Uve.
León, febrero 2012.

C

¡Color, carallo!, cuando no puedo dormir redondo salgo a pasear. Eso hice esa noche pinturera. Me recibieron en la calle los amarillos  de las farolas, los destellos azules de los focos de los automóviles, los marinos de los rótulos y letreros de los bares. Me puse a caminar entre el  arcoiris de colores que bañaba las aceras. Hasta las sombras estaban coloreadas.

Los anuncios luminosos nocturnos de los interminables negocios urbanos, en todos los colores  conocidos del espectro me teñían el rostro. El esmeralda brillante de las peluquerías, el fucsia chillón y el púrpura deprimente o incandescente de ciertos locales, según el tono, el parpadeo de grandes letreros colgados de los edificios con figuras blancas sobre fondo negro y viceversa. 

No sentía ni frío ni calor, como si no hubiera temperatura. Sólo hacía color. Junto a un semáforo un gato verde se paró sin objeto aparente y fue cambiando alternativanmente al naranja y al rojo. Me miró con indiferencia y continuó su deambular noctámbulo. Yo lo imité por inercia pues también me había detenido en el semáforo y, como el gato, iba cambiando de color. 


Rosario. De mil colores.


Salud.

ramiro