miércoles, 7 de noviembre de 2012

El dibujante de Atenas


Lleida,  julio 2012

 
Τι kοιτάς, Qué miras?


Íbamos caminando entre un río de gente por una acera de la calle Stadiou, una de las céntricas de Atenas, paralela a Panepistimiu/Venizelos y que une, como ésta, las dos plazas más importantes de la capital: Omonia y Síndagma.

Acabábamos de pasar junto a la estatua ecuestre de Kolokotronis, un héroe nacional, y la plaza que lleva su nombre. La acera se aclaró un poco y entonces lo vi, a cierta distancia sentado en un bordillo, antes de llegar a él. Era un hombre algo más joven que yo, delgado y muy moreno.
Reparé en él porque hacía algo mirando al suelo, totalmente ajeno al tráfago de la calle: mojaba la boquilla de un cigarro en la pintura blanca que tenía en un pequeño frasco y pintaba círculos iguales sobre el bordillo.
Ralenticé la marcha para fijarme mejor, mis acompañantes continuaron el paso sin percatarse.

Los transeúntes ocultaban la indiscreción que yo pudiera estar cometiendo y me sentía protegido, abservándolo ya atentamente a medida que me aproximaba.
Debió ver mi sombra en el suelo avanzando despacio. Cuando estaba a su altura, el hombre, de espaldas a mí, se giró de repente y me miró directo a los ojos.
Le mantuve la mirada sin apartar la vista, pero sin retos, amigablemente. Él me había mirado con altanería y cierta agresividad, pero al tiempo demostrando una libertad, una falta de miedos y prejuicios, y un desparpajo semejante al mío. Parecía estar diciéndome, como un niño que juega a otro que lo mira sin comprender del todo de qué va el juego, ¿Qué miras?.

Pero la mirada, sin dulcificarse, con la misma dureza, tuvo un destello, un brillo de reconocimiento, ¡No te temo, eres de los míos, eres como yo!, y también de muda gratitud, Me alegro de que te guste lo que hago, yo estoy aquí, pintando... . Gratitud o camaradería, el sentirse reconocido por un igual, por otro hombre.
El más indigente y desolado de los verdaderos artistas tiene un ego inmaculado, virgen...

Toda esta escena no duró más tiempo del que tardan en cruzarse dos personas, porque no me llegué a detener, unos 15 ó 20 segundos como mucho. Pero la intensidad callejera, el ruido y la cantidad de peatones que pasan con prisa, absortos en sus pensamientos sin apenas prestar atención a nada, hizo que el choque de las miradas hablándose fuese brutal, de una potencia comunicativa extraordinaria.

La suya era la mirada del que sabe, pero que al propio tiempo vive en el límite, sometido a una esclavitud  insuperable o a un destino inapelable, un fatalismo lúcido y terrible, frío en su lucidez y abrasador por su intensidad. Una pasión arrebatadora, como la de un adicto, un poeta o un enamorado, que se sabe perdido pero dueño de una vivencia poderosísima, incluso en la miseria absoluta, en su despojamiento radical.

¿Porqué pensé en un descenso a los infiernos? Los círculos blancos que dibujaba eran como las fichas de autorrescatadores de un cuadro que yo había pintado no hacía mucho. Esas chapas, del tamaño de pequeñas monedas, llevan un número grabado, cada uno de los cuales corresponde a un minero. Cuando bajan a la mina cogen el Autorrescatador y dejan la chapa colgada en su lugar correspondiente, en un tablero donde cuelgan también el resto de las fichas de los que están trabajando en el interior en ese momento. Es como un testigo. Un testigo...

Puse un hechizo en ti porque eres mía

Nina Simone. I Put Spell On You.