viernes, 14 de diciembre de 2012

Sombras de Albons


Albons,  julio 2012
 
Un paso al frente


Lo echamos a suertes. En aquella compañía nunca salía un voluntario para hacer ese trabajo, y eso que todos habíamos visto morir a más de un compañero. Pero, la última vez, la negativa de uno de nosotros a formar parte del pelotón, a una orden del teniente, le había costado la vida: el oficial desenfundó la pistola y descerrajó un tiro en la cabeza del soldado, delante de los que esperaban a ser fusilados y del resto de la compañía. A continuación formó al pelotón y dio las órdenes, con el soldado tirado en un gran charco de sangre, en medio del espacio que los separaba de los infelices sobre los que iban a disparar, que aplastaban la espalda contra el muro.

Al capitán sólo lo veían los asistentes, era un hombre débil e incapaz que se pasaba el día borracho. Había cedido toda su responsabilidad al teniente, un fanático, paranoico y asesino, que tenía por norma y misión, limpiar todos los lugares que las tropas íbamos ocupando. Aquel día, en voz baja, en los corrillos no se hablaba de otra cosa. Alguien sugirió adelantarnos al siguiente fusilamiento y propuso que la suerte decidiera por nosotros, escogiendo a quienes deberían presentarse voluntarios ante el teniente, llegado el caso. Aceptamos sin demasiada convicción. Pero creo que algo se iluminó en nosotros y muchos, desde ese momento, empezamos a pensar ya en otra cosa.

¿Cuando el teniente nos sacaba de las filas a empellones, para que formáramos el pelotón, no era también la suerte quien decidía? Esa noche apenas pude conciliar el sueño. Despertaba con la imagen ensangrentada de aquel desgraciado compañero, en el suelo, asesinado impunemente por ese animal a la vista de todos. Era un pobre chico, un jornalero humilde y tímido, sobrepasado como los demás por la brutalidad de aquellos horribles meses. No es cierto que uno se acostumbre a los baños diarios de sangre o, por lo menos, no es cierto que todo el mundo se acostumbre. Me repugnaba aquel individuo, ¡tantos buenos chavales caídos y aquella hiena ni una herida en toda la campaña!.

Kim Fowley.  Night of the hunter.  La noche del cazador.


Albons,  Girona, verano 2012

Después de aquel triste y aleccionador episodio, tuvimos dos jornadas de marchas forzadas hasta alcanzar nuestro siguiente objetivo. Estábamos agotados. El enemigo más que en franca retirada huía a la desbandada, sólo esporádicamente se enfrentaba a nuestras fuerzas, más numerosas y mejor equipadas. En realidad sólo lo hacía ya cuando se veía copado. Entonces oponía una resistencia numantina. Llegamos a las inmediaciones de aquel pueblo unos minutos antes del amanecer y lo rodeamos. Cuando el primer grupo intentó penetrar, filo de las tapias, fue recibido por una lluvia de balas. Todo el día estuvimos porfiando, estrechando el cerco sin éxito. Había una ametralladora emplazada en la torre que dominaba todas las descubiertas del pueblo.

Por la noche cesó el ataque, pero recibimos la orden de mantener nuestros puestos y hacer guardias, relevándonos cada hora, para impedir que los centinelas se llegaran a dormir. Aún así a muchos los venció el sueño, y todos dormimos poco y mal, con un frío de mil diablos, tapados con los capotes y recostados contra las tapias, con el fusil en el regazo. Faltaría una hora para el amanecer y se oyeron disparos. Enseguida supimos que algunos sitiados habían conseguido escapar forzando el cerco y en el lance había caído uno de los nuestros, era el segundo que perdíamos en aquel pueblo. El teniente, enfurecido, había ordenado avanzar y atacar inmediatamente, adelantándose a la hora prevista.

Mientras nos acercábamos a la iglesia, amparados por la oscuridad de las casas, arrimados a sus muros, no hubo problema, pero la primera descubierta fue contestada por una ráfaga. Un nutrido grupo de compañeros había recibido la orden de atacar la torre con fuego cerrado desde lados opuestos, dando ocasión para que otros grupos se aproximaran. Pero el oficial, frenético, envió a dos soldados antes de comenzar la maniobra de distracción, a morir. Los vimos caer sin lograr alcanzar el abrigo que buscaban. Tuvimos ese día otros tres muertos y una docena de heridos. Hubo que dinamitar la torre para desalojar a sus defensores. El teniente iba de un lado a otro fuera de sí.


Albons,  julio 2012

No hubo prisioneros. Contamos ocho cuerpos, entre ellos los de tres mujeres y un adolescente con uniforme de miliciano que le quedaba grande. Para ser tan pocos nos tuvieron en jaque dos días. Los escasos civiles que habían quedado en el pueblo estaban reunidos con el cura en la rectoral. Sólo ancianos de ambos sexos, alguna mujer mayor y unos cuantos críos. Los sacó a la plaza y los alineó contra el muro de una casa. Eran catorce personas. El cura, mayor y con pinta de borrachín como nuestro capitán, recibió un golpe en la cabeza con la pistola, por intentar oponerse a la barbaridad que el teniente pretendía llevar a cabo. De pie, a la puerta de la rectoral, con la cara llena de sangre, se tapaba la herida de la frente con un pañuelo, contemplando el drama que se estaba preparando.

El oficial mandó formar a la compañía. Había un silencio ominoso sólo roto por el llanto de los rapaces, que se agarraban a las faldas y a los pantalones de los abuelos. Mientras nos poníamos en fila, buscando cada uno su lugar, yo temblaba y veía a mis compañeros cercanos, igualmente mudos, espantados. Un hombre se separó de la pared llamando al teniente, ¡Mi teniente, haga el favor! El militar se giró apuntándole con la pistola, ¡Vuelva a su sitio!, gritó enrojecido, sacudiendo amenazador el arma. El hombre reculó en silencio y volvió a la fila del muro. ¡A ver, maricones!, chilló el teniente, ¡Tenemos siete bajas, que serán más, porque dos están destripados y no pasan de esta noche!, ¿quién sale por la brava?, ¡¿o tengo que sacaros yo a patadas?!

El teniente dio un paso hacia delante, en un gesto de provocación y amenaza, con el arma montada todavía en la mano, alzando el brazo. ¡Los patriotas que den un paso al frente!, volvió a bramar. En las filas sólo nos atrevíamos a mirarnos de reojo, nadie movía un pelo, yo no había dejado de temblar y trataba de dominar aquellos estremecimientos incontrolados, que me daba la impresión de que todo el mundo notaba. Era uno de los elegidos por la fortuna para dar el paso al frente y lo di como un autómata, sin pensar, como tratando de escapar de aquellos temblores, que cesaron al instante. Algunos más habían dado también el paso. Salimos quince. Cuando el teniente ordenó, ¡Fuego!, dirigimos los fusiles contra él y disparamos.

Ramiro Rodríguez Prada
 
Kim Fowley.  California gypsy man.
 

 
Salud.