viernes, 28 de diciembre de 2012

La pipa de la Sultana


Oviedo,  octubre 2012.

Buenas noches. Los motivos por los que he dejado esta etiqueta en el abandono durante más de seis meses no son deliberados. Simplemente don Ramón no volvió a hacer acto de presencia desde finales de junio, cuando se cumplía un año de aquella primera aparición en mis sueños.

La última crónica relataba un encuentro en una ciudad desconocida. Don Ramón, acompañado por su criado Eusebio, me sacaba de la cama y me llevaba a una especie de aquelarre nocturno, en un local donde se habían reunido todos los zombis que pasaron por estas páginas.
Conseguí zafarme de la vigilancia del Eusebio y escapar de allí, pero el viejo manco me pagó con el desprecio de no volver a visitarme.
Eso es lo que sospecho. Para un ego tan exaltado como el suyo, la afrenta de mi fuga debió ser como para enviarme a sus padrinos y montar un duelo de yataganes o facas.

Hoy quería retomar el final de la aventura del chibuquí, que tuvo su continuidad pero que dejé pendiente porque Valle se me presentó otras dos veces después de aquello, el 11 y el 23 de junio, y me obligó a cambiar los planes, alterando el orden. Esos dos encuentros están contados en las entradas precedentes de esta etiqueta.
Así que este capítulo es una continuación del titulado Por el buen camino, del 2 de junio.

Aquella noche Sebio y yo acabamos sin conocimiento, tirados en el suelo de la bodega de don Ramón, después de haber fumado un haschís muy potente en el chibuquí del genial arousano.

Ay, Tejerina, Tejerina,
Guárdate de la borrina.
Que es muy mala, Tejerina,
Es más mala que la quina.
 
Me pareció oír esa cantinela como si me la estuvieran canturreando a la oreja. Abrí los ojos sin saber dónde estaba. La luz miserable, tal vez de una lamparilla de aceite, hacía danzar las sombras sobre las estanterías y los objetos que me rodeaban. 
Seguía en el bodegón del manco, me hice cargo de la situación cuando sentí rebullir algo debajo de mí. Estaba tirado en el suelo, echado sobre el corpachón de Sebito, que en ese momento parecía también desperezarse.

Me levanté con dificultad y precaución porque notaba que la cabeza se me iba, como si siguiese mareado. Entonces vi a don Ramón sentado en el banco mirándome con gesto burlón. Apoyaba la espalda en la mesa vuelto hacia donde estábamos y tenía el chibuquí en el regazo, descansando sobre el brazo derecho, como si acunara un bebé.
Lo veía preparando la puya y ésta no se hizo esperar:

¡Vaya una tripulación de soponciaos que embarqué! ¡Como para navegar hasta Constantinopla, con vosotros no llego a la Illa ni por el puente!
Y se echó a reír con una carcajada hipada que acabó en una tos infernal.
Eusebio gruñó desde el suelo, con quejido lastimero de oso huérfano, ¡Jaaakiiii, Jaaakiii!...
Don Ramón se desternillaba, había logrado calmar la tos pero le volvió otra vez, se le movían las barbas y las lentes en convulsiones sincopadas, y se diría que se estaba quedando sin aire.
Sebito, que intentaba levantarse, me urgió,
¡Dele unos golpes en la espalda que se nos queda!
Oviedo,  julio 2012

Se los dí, pero el viejo no reaccionaba, se había quedado encasquillado en el último estornudo y parecía un pajarín boqueando.
 
Eusebio me apartó y le dio con aquella manopla tal palmada en la espalda, que lo tiró del banco como si hubiera espantado una mosca.

Don Ramón fue a chocar contra una cuba. Aplastó la nariz pero las antiparras no sufrieron daño. Y sobre todo el manco empezó a respirar. Miraba a Sebito con mala jeta y el gigante agachaba la cabeza acobardado, pensando tal vez en el chorreo que le iba a caer cuando el manco recuperara el tono.

¡¿Dónde fue a parar el chibuquí!?, chilló entonces con expresión de tragedia, los lentes ladeados y la barba de chivo loco.
El chibuquí había rodado bajo la mesa y estaba intacto. Esto alegró tanto a Valle que olvidó el golpe y el enfado.
¡Vamos a darle otro tiento antes de que ocurra una desgracia!, anunció con los ojos chispeantes. ¡Usebio, llena unos chatos!

Sebio sacó un jarro de vino de la cuba y acercó tres vasos. Le faltó tiempo a don Ramón para arramplar con el de Eusebio y apartarlo a un lado. Miró al criado como a un colegial cogido in fraganti.
¡Te tengo dicho que tú no debes beber, y menos fumar tabaco de hombres! ¡Estás aquí en calidad de asistente, Usebio! Si aquí el pollo -añadió, mirándome de refilón-, tiene una singladura complicada hasta el Cuerno de Oro, o se traspone en brazos de las huríes, será preciso que alguien lo saque del embeleco, y yo solo me veo impedido.

El mocetón, con expresión ovejuna, había subido la pernera del pantalón y se estaba rascando una pierna, como si se rascara la coronilla.
¡Cubre la pierna, que puede sobrevenirte un erisipel!, le dice el viejo rompiendo a reír otra vez como un motor gripado. Sebio lo miró por un momento, preguntándose si debería aplicar la manopla de nuevo en la espalda de su amo, y Valle, que le leyó el pensamiento, entre toses, saltó como un tiro, ¡Lagarto, ni se te ocurra!...

¡Es el chibuquí de un Sultán!, decía el manco acariciando el largo tubo de madera que había colocado sobre la mesa.
Sebito miraba con cara de gula, ora a los vasos de vino, ya mediados, ora al costo que don Ramón había sacado de la bolsa de cordobán y con el que cebaba en ese momento la pipa.

Aunque casi inmediatamente me arrepentí, por llenar el tiempo se me ocurrió preguntar, ¿Quién era el Sultán?
¿¡Le importa, los conoce!?, contestó como un látigo, encarándome y dejando de cargar el chibuquí.
Yo tartamudeé, Bue..., buenoo, a alguno sí.
¿Personalmente?, y arrancó a reír y a toser. Cuando se calmó, volvió a la operación de cebar la cazoleta con el marrón, y dice con aire de triunfo, ¡Bayaceto!.
Tenía que haber cerrado la boca, pero dije, ¿Cuál de ellos?. La armé.
¡Oiga pollo, deje de tocarme los endrinos!, ¡¡Bayaceto no hay más que uno, el quinto!!

No quería contradecirlo, sólo conocía hasta el segundo, y además no pensaba discutir con él sobre el Imperio otomano, era una simple curiosidad.

El arosano acabó de preparar la pipa y ordenó a Eusebio que la encendiera, llevándose la boquilla a los labios y colocando el chibuquí entre sus piernas, con la cazoleta apoyada en el platillo del suelo.
El gigante se agachó provisto de un chisquero de gasolina, modelo años sesenta.

¡Quieto ahí, pirómano!, gritó el manco cuando Sebio se disponía a prender el costo, ¡¿Acaso quieres dejarnos el haschís oliendo a bencina, so Goliat?! ¿Qué hiciste del contravientoymarea que reservo para estas ocasiones, a falta de un brasero?
Se lo regalé a la madre de la mi Jaki, contestó Sebito con voz apenas audible y encogiendo al tiempo los hombros, como si se preparara para recibir un pescozón del manco.

Pero éste sólo lo miró con pena, parecía tener ya urgencia por fumar el chocolate y se giró para preguntarme si tenía fuego.
Es de gas, le dije.
¡Mejor que ese petróleo apestoso! Es un sacrilegio contaminar esta joya, ¡sólo el Gran Enredador sabe las vueltas que habrá dado este chibuquí! Bayaceto se lo regaló a una de sus favoritas, ésta a un amante genovés, artista pintor y aventurero, desde entonces, ha rodado de una a otra corte europea, hasta regresar a Estambul en la valija diplomática de un alto funcionario del Foreign Office, en el primer gobierno de Atatürk. ¡Al parecer el inglés era aficionado al opio y quería probarla in situ!.

Sebito iba a prender el material de nuevo, cuando la estantigua saltó por segunda vez, ¡Sooooó, Mamerto, no quiero trucos!, ¡¿entendido?!
El criado quedó con el mechero encendido y la bocaza abierta, esperando que su amo terminara el discurso. ¡Y usted, rábula, no vuelva a darle cuartel a este grumete de coro! ¡Ni vino ni fue, o se las verá conmigo en aguas más comprometidas! ¡Los tengo en el punto de mira, a los dos, no me verán cerrar los ojos! ¡He dicho!. Y remató, ¡Dale a la mecha, Sebio, que hoy cae Constantinopla! 
 
Don Ramón aplicó los morros a la boquilla y aspiró, al principio suave y después profundamente. Pensé que le daría la tos, pero aguantó el humo, me pasó el chibuquí y, olvidando su promesa, cerró los ojos echando la cabeza hacia atrás, como en la primera ocasión, mientras iba soltando el humo poco a poco por las comisuras de los labios y por las fosas nasales, humo que se enredaba, se demoraba en su barba, en las lentes, y le daba un aspecto mefistofélico. Eusebio aprovechó para vaciar de un trago el vino que quedaba en la jarra.

Yo tuve la precaución esta vez de dar una chupada superficial, aún así inmediatamente noté como si me abanicaran la cara con un airecillo fresco que me llegaba al colodrillo y bajaba a lo largo del espinazo hasta la rabadilla, una lagartija traviesa.
Vi que el gigante me miraba con ansiedad contenida y se le iban los ojos al humo que salía de la cazoleta, e hice el ademán de pasarle el chibuquí. El brazo y la mano buena del manco se interpuso en el traslado y agarrando la pipa, se la llevó a la boca sin despegar los párpados.

¡Usebio, tú aporta morapio que se me pegó la oblea!, dijo el zombi nada más soltar el humo.

Me pasó el chibuquí y dí una última chupada, ya tenía cierto regusto a ceniza.
Sebito, agachado junto a la cuba, estaba llenando de nuevo el jarro. Valle levantó una ceja y vi como sus ojillos brillaban tras los quevedos, luego volvió a cerrarlos.

Miré al techo del bodegón iluminado por la lamparilla de aceite, de ese color barcino que tanto gustaba al manco. Los reflejos de la pálida llama danzaban en un perol de cobre, colgado de un gancho, donde en otra ocasión habían cocido el pulpo que comimos en aquella casa, asistidos entonces por Saturno, el anterior criado de don Ramón.
Imitando al viejo yo también cerré los ojos. Oí el sonido del vino con el que Eusebio llenaba los vasos y me pareció la música de una fuente secreta.

Pero ya veo que no podré rematar la noche contando el final, será en otro capítulo. De paso, a ver si voy dando tiempo a que a don Ramón se le pase el mosqueo, y tenga a bien volver a honrarme con sus visitas. Lo temo tanto como lo deseo, pero reconozco que en este medio año de ausencia he pensado en él más de una noche. ¡Como buen fantasma, tiene que saber que se le añora!
 
Salud y a descansar.

Tiburcio Cañizares, cuentista.