domingo, 27 de octubre de 2013

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Oviedo 2013.



Salí a tirar la basura



por estirar un poco las piernas, más que por auténtica necesidad. Hoy sólo tenía dos bolsas mediadas y hubiera podido pasar sin salir. Pero, al cabo de los años, esto casi ha llegado a convertirse en una rutina biológica, como cuando aprieta el hambre por la mañana a la hora del pincho, o las ganas de cagar tras la lectura de la prensa matutina. La bondad de la noche me recompensó el pequeño trabajo diario, porque la temperatura parecía más propia de un veranillo otoñal, que de un invierno anticipado de finales de octubre. Había en el aire fragancia de flores silvestres recién cortadas y todo invitaba a dar un paseo. Se oía música. Metí las bolsas en los cubos y seguí caminando hasta la cercana plaza. Junto al punto limpio -de esta confluencia de calles en un pequeño jardín, más que plaza, para ser exactos-, cuatro tipos de una charanga, trompeta, tuba, violín y acordeón, atacaban lo que me pareció una marcha fúnebre bufa. Algunos vecinos, animados por la dulzura de la noche, habían bajado sillas plegables de sus pisos y escuchaban el improvisado concierto, muy atentos y felices, rodeando a los músicos. En el espacio entre los espectadores y los intérpretes, éstos habían colocado una anticuada maleta de cartón, abierta; la reliquia de un bohemio trotamundos, tal vez el estuche del instrumento de un músico, ambulante como ellos, donde brillaban ya algunas monedas. Escuché tres temas, que parecían variaciones de una pieza para funeral. Eran lentos y tristones, pero sobre todo los tocaban tan mal que noté cómo se me iba bajando el vacilón de la salida y empezaba a deprimirme. La tortura a la que sometía el violinista a su pobre minino ¡ponía los pelos de punta! Dejé mi contribución y tomé las de Villadiego acompañado por los últimos compases de aquel requiem que, acercándome ya al portal, se iban perdiendo en la distancia.



Vinicio Capossela.   Il ballo di San Vito.





Salud y felices pesadillas.


ra

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