martes, 5 de febrero de 2013

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Grecia, verano 2012


Salí a tirar la basura


y al abrir la puerta de la calle me topé con un par de colegas que venían a verme. Me acompañaron hasta los cubos y nos fuimos a tomar unos cacharros a un bar cercano. Estaba vacío, nos acercamos a la barra y pedimos unos cubatas. El camarero nos miraba con desconfianza, aunque a mí me conoce y nunca le di motivos para mostrar ahora esa actitud. Era bastante tarde y mis amigos quizás no tengan un aspecto demasiado tranquilizador, o tal vez fuera más justo y menos moralista decir que su apariencia no es la más convencional, pero ni son delincuentes ni camorristas, más bien al contrario, lo que no significa que no tengan sus arrebatos como cualquier hijo de vecino. Todos nos dimos cuenta de las reticencias del camareta al servirnos y las miradas que, con insistencia y alternativamente, dedicaba a la registradora y al más castoso de mis compinches. Era como si nos estuviera señalando el objetivo. Para los tres fue evidente que no había hecho la recaudación del día y en el cajón le aguardaba un buen fajo de euretes. El más pícaro de mis socios intentó alejarlo pidiéndole un pincho de cocina, más por provocarlo que por aviesas intenciones, pero el camarero no picó diciendo que ya no había cocinera y estaba todo apagado. En el poco tiempo en que estuvimos allí no se despegó de  la barra y no le quitó el ojo al que más lo inquietaba, un tipo que es casi un bendito si lo conociérais. En realidad el más peligroso, sin ser un Capone, repito, era el menos sospechoso. Cuando iba a pagar me dice este cabrito, Déjalo, ya pago yo, esperadme fuera. Salimos mientras sacaba la cartera y le preguntaba al camarero lo que se debía. A través de una cristalera de la cafetería vimos desde la acera toda la escena. El camareta se acercó para dejar la nota y el colega, que tenía una mano ocupada con la cartera, agarró al camarero con la otra por una ridícula corbata que llevaba en plan uniforme y lo acercó a  diez centímetros de su cara. No oíamos lo que decía, pero se entendía todo, sólo vimos cómo el pobre diablo asentía, todavía con la corbata estrangulándole el pescuezo y cómo, ya liberado, se apartaba hacia el fondo de la barra acariciándose la garganta. No hubo robo ni más nada. El amigo salió a la acera y dice tan tranquilo, ¡Muy simpáticos los de tu barrio, nos invitó! Estuvimos toda la noche de farra y debí de llegar a casa en condiciones muy penosas. Al día siguiente no recordaba casi nada, dudé de que todo esto hubiera sucedido, pero por si acaso no he vuelto a entrar en ese bar.


El Pulgarzito.  Nómadas.



Salud y felices pesadillas


ra