jueves, 21 de febrero de 2013

El geniecillo de Albons


El leñero de Albons
Girona, julio 2012

El geniecillo de Albons


Buscamos la pelota entre las plantas y flores del pequeño jardín de casa. Por las tardes jugábamos con las palas y lo dejábamos todo sobre una mesa en el porche. Mirábamos entre las hojas rastreras de una vincapervinca, por si hubiese rodado hasta allí, cuando vimos al gato atravesar el patio maullando y con el rabo levantado. A todos se nos encendió la misma luz: había sido él.

¿Cómo hacerle comprender al maldito minino que en casa no había más pelotas y que nos tenía que devolver aquella?
Cada cual utilizó sus trucos, pero el gato nos miraba con cara de no haber comido una raspa. Abría la boca como si dijera, ¡Dejaos de pamplinas y dádme lechina, que yo me llamo Andana!

Sabíamos que el Andana le tenía la guerra declarada al juego de las palas y muy en concreto a la dichosa pelotita. Cuando jugábamos, él se iba al rincón más apartado del jardín, porque era raro que en algún momento la pelota no lo alcanzara cuando más agusto estaba tumbado, y como era un gato asustadizo y un poco memo, escapaba corrido como si le hubiera caído encima un obús.
Más de una vez intentó morderla, pero no le entraba en la boca. ¿Lo había logrado por fin y se había deshecho de ella después? Nos parecía demasiada inteligencia para aquel gato, pero como no encontramos una explicación mejor la dimos por buena. Y lo cierto es que la pelotina no apareció.

Es posible que ya hubieran distraido más cosas, porque después echamos en falta algunas, pero no empezamos a mosquearnos de verdad hasta una mañana en el desayuno cuando vimos que apenas quedaban galletas en la caja. Yo la había llenado el día anterior y lo hacía cada dos o tres. Nadie se declaró responsable de aquella falta. Carecía de importancia, sólo que era extraño, ¿teníamos acaso algún sonámbulo en casa?.

Y entonces empezaron a desaparecer, un día sí y al otro también, una serie de objetos, la mayoría banales: un abrecartas y un pisapapeles del despacho, una mano haciendo la puñeta donde mi mujer colgaba algunas baratijas, un minutero en forma de cerdito de la cocina, un sombrero o una pandereta de la percha del pasillo.
Pero junto a esas tonterías, una mañana faltaron las llaves del coche y poco después las de casa de mi hija mayor. Había llaves de repuesto para el vehículo y para la vivienda, pero lógicamente aquí la preocupación subió ya muchos grados.

Sin haber descartado del todo la idea de que alguien estaba sufriendo un episodio de sonambulismo, puesto que no encontraba otra explicación racional, me aposté una noche en la tumbona del salón con una manta sobre las rodillas. Desde allí tenía una visión muy completa de varios tramos y huecos de la casa, la entrada al despacho y a la cocina, un trozo del pasillo con la puerta de un servicio, y el arranque y primer tramo de la escalera al piso superior, donde estaban los dormitorios.

La noche se me hizo larguísima. A la mañana siguiente no tenía que ir a trabajar y pensé que me daría tiempo de sobra para recuperar en dos días el sueño perdido. Tal vez por pensar en dormir fue por lo que me quedé traspuesto a última hora, antes del amanecer.
Y debieron ser apenas unos segundos, porque desperté con esa sensación tan característica de sobresalto, que avisa de que no te puedes dormir. Pero al mismo tiempo creí oír un ruido en la cocina. Era la puerta más alejada del lugar desde donde yo vigilaba y estaba en la penumbra, pero me pareció que una pequeña sombra pegada a la pared, más densa, se había deslizado hacia el pasillo. Me levanté con cautela pensando en el gato, pues la sombra no tendría mucho mayor volumen.

Al salir vi que la puerta de casa, abierta unos veinte centímetros, dejaba entrar la luz de la luna al pasillo. En ese momento la sombra, que yo había perdido, amparada quizá en la oscuridad de aquel tramo, atravesó el rayo de luna y salió al patio.
Fue tal su velocidad que apenas pude retener detalles de lo que vi, y me parecía tan extraordinario que eché a correr detrás. Sólo me dio tiempo a ver cómo algo parecido a los rabos de una levita desaparecía entre la madera apilada en el leñero, en un extremo del porche.

Entré a por una linterna y me puse a buscar al intruso. ¡Nada de nada! ¿Qué había visto en realidad? ¿Era un niño con cara de viejales burlón y traje de urraca? No lo sé.
Volví pensando que mañana por la mañana tenía que inspeccionar con detenimiento el leñero, sacando los troncos si era preciso. Empezaba a clarear, tenía que acostarme.
A la puerta de casa estaba plantado el Andana con el banderín del rabo tieso, dándome la bienvenida como si yo viniera de las Cruzadas. Cerré la puerta con llave y me fui a la cama preguntándome por qué razón aquel gato pánfilo no se acercaba nunca al leñero, del que de hecho huía como de la pelota. Cosas...

En el desayuno, contando esto a mi mujer y a mis hijas, no me creyeron. Sin embargo lo contaba relativizando lo que había vivido, estaba oscuro, yo medio dormido, la imaginación puede hacer estragos, etc.
Cuando bajé al porche, vi sobre la mesa todos los objetos desaparecidos, incluida la pelotina, y algunos otros que no habíamos echado en falta. Creo que sólo faltaban las galletas. Entré corriendo en casa para que vieran las pruebas del delito y comprendieran que había algo muy extraño en todo aquello que no podía ser obra de un animal.

Naturalmente todo lo cargaron a mi cuenta, ¡Papá, a otro perro con ese hueso, todos sabemos que fuiste tú!

Pasé el resto de la mañana y parte de la tarde vaciando el leñero, observado con recochineo y distancia por mis tres mujeres. No encontré nada, pero estaba absolutamente hecho polvo. Al entrar en casa para la cena, allí estaba otra vez el gato en el dintel de la puerta con su rabo vertical, ¡yo creo que se reía el muy cobarde!...


Ramiro Rodríguez Prada 


Albert Pla.   Pesadilla.



Salut!