sábado, 6 de julio de 2013

Aeropuerto -4


Aeropuerto de Barajas.
Madrid, 2011.

Paraísos lejanos


Un aeropuerto moderno se parece más a unas grandes galerías comerciales que a una estación convencional y cada día las terminales de autobuses y las estaciones de ferrocarril se aproximan más a ese modelo.
Allí donde hay altas concentraciones de gente, florecen los negociosos, y si muchas de esas personas que se reúnen están disfrutando de un viaje, unos días de descanso o unas vacaciones en toda regla, entonces se convierten también en potenciales consumidores, teniendo en cuenta además la largueza y despreocupación  con que nos aliviamos del dinero en momentos de euforia y ligereza, sensaciones que procuran como nadie un viaje de placer y unas lindas vacaciones.

Eso fue lo que les pasó a Mingo y Teresa. Habían reunido unos mínimos ahorrillos después de varios años sin poder pillar más que dos o tres días seguidos de asueto, y cogieron una semana a media pensión en la Riviera Maya. Era la primera vez que cruzaban el charco y estaban un poco nerviosos, sólo habían dejado la Península en una ocasión, la semana del viaje de novios a Tenerife.

Ya en el pequeño aeropuerto provinciano de origen, hicieron algunas compras innecesarias en las dos horas que tenían por delante. No les supuso mucho desembolso, pero fue una primera aproximación al descalabro.

En el aeropuerto de la capital tenían que esperar cuatro horas, que al final, con los retrasos de aquellas fechas de mucho tráfico aéreo, se convirtieron en seis.
Pasearon, comieron pinchos, bebieron cerveza y chuparon helados, pitos y flautas, visitaron los urinarios, miraron escaparates, escogieron un restaurante para comer y hacia la una, a tres horas todavía para el despegue de su avión, ya no sabían qué hacer.

Mientras Mingo reposaba la comida junto a los equipajes de mano, Teresa dijo que iba a preguntar por unos zapatos que había visto antes en un escaparate.

Tardó en volver y venía cargando con varios paquetes. Había comprado aquellos zapatos, muy monos aunque un poco caros, con el bolso del mismo color, y aprovechó para hacerse con un vestido de verano y una blusa que casi iban a juego, porque llevaba poca ropa moderna en la maleta, y también con un bikini muy majo y unos pendientes de bisutería fantasiosos. En la perfumería escogió un vaporizador de viaje de su perfume favorito que le vendría estupendamente. Total poca cosa.

Le tocaba el turno a Mingo, que se levantó más que nada con la intención de dar un paseo y estirar las piernas. No era muy amigo de las tiendas de ropa o calzado, lo suyo era la electrónica, pero no tenía en mente compra alguna.

Sin embargo su deambular sin destino fijo pronto lo puso a merced de los brillantes escaparates de las galerías de luz y sonido. Se internó en una zona con profusión de equipos electrónicos de todo tipo, pero lo primero que llamó su atención fue algo insignificante, un altavoz en miniatura para conectar a su MP4. Aprovechó para mercar también una tarjeta SD de repuesto para su cámara fotográfica y un pequeño ventilador a pilas flamante que parecía de platino, unos amigos les habían hablado del calor de Méjico y pensó que algo ayudaría. Y se encaprichó de una linterna/bilígrafo de bolsillo, pese a su precio excesivo; un día es un día, pensó. A la vuelta del paseo compró un ajedrez magnético para entretenerse en el viaje y una caja de bombones para endulzar las esperas. En total no gastó mucho.

En el avión echaron cuentas: entre la poca cosa de Teresa y el no mucho de Mingo, más los pitos y las flautas, se habían ventilado casi la mitad del dinero que tenían previsto gastar esas minivacaciones.


Desde una cafetería de Barajas.

Pasaron más hambre en la Riviera Maya que hienas vegetarianas. Bueno, quizá exagero. Iban tirando con el desayuno y la comida diaria que tenían pagada, y eso que, pasando muchísima vergüenza por temor a que alguien los viera, empezaron a llevar a la habitación restos del almuerzo o de la cena, los dos se aplican en la mesa.

Sólo comieron una vez fuera del hotel, pero con tanta ansiedad y ganas que les hicieron daño las enchiladas, aunque ellos le echan la culpa al chile. Tampoco salieron de aquella playa porque las excursiones eran caras. Algún batido de frutas fue el único lujo que se permitieron y, al marchar, cuatro recuerdos baratos para otras tantas personas. Y se acabó el numerario.

En su cuenta quedaba el dinero justito para acabar el mes sin ningún alarde, con estrecheces más bien, y la hipoteca no perdona.
Estuvieron casi toda la semana enfurruñados sin dirigirse apenas la palabra, cada uno culpaba al otro del despilfarro o de la falta de cálculo.

Lo único agradable que recuerdan fue la última noche: tanta necesidad les había abierto el apetito y, como no podían dormir porque debían madrugar mucho (¡y porque les rugían las tripas!), echaron un polvo antológico.

Fueron sus últimas vacaciones, ese año se empezó a oír hablar de burbuja inmobiliaria, de paro, de crisis..., hasta hoy.

Ramiro Rodríguez Prada


EPZ. El Pulgarzito.   El anuncio más caro.


Salud