martes, 16 de julio de 2013

Marcha atrás -2. La Pulchra Leonina


Luces de otro mundo. 2013.

La  Pulchra leonina


¡Pazguato, es un pazguato!, repetía Valle enfurecido a la puerta del cementerio donde llevábamos diez minutos esperando.

¡Usebiooo, Usebiooo!, llamaba el manco con más rabia que volumen. ¡Ande, mándele una voz que usted tiene cuerdas más jóvenes!, me animó.
¡Pero yo fumo como un vaporetto, don Ramón, me falta fuelle!
¡Ándele, haragán, suéltele un ladrido a ese mastuerzo a ver si espabila!, azuzó el viejo.
Pero en lugar de voz me salió una mezcla de ronquido y carraspeo que se lo tragó la oscuridad como si tal cosa.
¡Será sarnoso!, dice el cabrito alzando los brazos al cielo, ¡Cuando volvamos al humilladero recuérdeme que le prepare una tisana de salvia, Caruso! ¡Vamos, se nos acaba el tiempo!, añadió premioso, ¡Ya aparecerá!, y echó a andar.

Había poca gente por las calles y una iluminación pobre en Laionsiti esa tarde. Cuando llegamos al centro escuchamos las campanadas de un reloj dando las nueve. Cruzando la plaza de la catedral vi dos siluetas que me parecieron familiares, desaparecían por una callejuela lateral al otro extremo. Juraría que eran Gila y Van Gogh, porque al que tomé por el holandés se giró antes de hundirse en la negrura y no le vi la oreja. Claro que, estaban demasiado lejos y no podría asegurar al cien por cien que eran ellos.

Me detuve un momento intrigado por aquella aparición inesperada y pensando qué negocios se traerían entre manos esos dos célebres, sospechaba alguna inteligencia con el manco y esto me inquietaba. Valle, que había penetrado ya en el atrio, me hacía señas de que me acercara.
¡Ya cerraron!, le dije desde lejos, e imagino que se me debió notar el tono de alivio, porque la verdad es que no me apetecía nada otra sesión de espiritismo con el manco. Pero Valle insistía en sus gestos.
Cuando llegué a la verja me dice casi en un susurro, ¡Déjese de majaderías, no hay cerrojo que resista la fe de un iniciado!

El templo parecía, en efecto, cerrado. Sin embargo me adelanté y la puerta cedió al empujarla. No era normal que hubiese culto, ni siquiera que estuviera abierta la catedral a esas horas. Quizá fueran los Oficios de Ánimas, la Novena, porque escuché una mezcla de sonidos, el bisbiseo de las oraciones y como el eco de algún canto religioso tipo responso, de misa de difuntos, vamos, hasta me pareció oír el roncón de un órgano...
¡Al loro, pelanas!, berreó el manco al pasar de largo a mi lado dirigiéndose hacia la fachada sur. Lo seguí en silencio sin saber qué buscaba ahora, todavía con la mosca tras la oreja pensando en los otros dos lebreles.
¡Recuerde, gaznápiro!, me dice misterioso cuando lo alcancé y llegamos a las puertas, señalando, de las tres, la izquierda, ¡Ésta es la entrada de los elegidos, la de la Muerte!.

Se quitó la boina y se quedó traspuesto mirando la figura en piedra de un esqueleto con alas que en la oscuridad parecía aletear como un murciélago.

Aullaban nigrománticos los perros, reían las gárgolas con mueca soturna.

¡Don Ramón!..., musité.
Pero el santo estaba en trance y sus oídos no eran ya de este mundo, como cuando se extasiaba debajo del pino de la isla de Arosa mirando las luces de A Pobra do Caramiñal, al otro lado de la ría.
El tiempo pasaba y empezaba a hacer frío. Decidí echar mano del recurso que me había enseñado Saturnino, el excriado del viejo, ahora de pistolas en el Constantinopla.
¡Tejerina!, le dije casi a la oreja.
¡Hijoputa!, chilló Valle dando un saltín. Y un poco recuperado ya del susto, añadió, agarrándome por la oreja izquierda, ¿¡Qué pretende, berzotas, liquidarme de un síncope! ¡Que sea la última vez que me mienta a la bicha! ¡Arreando, que es gerundio!
¡Don Ramón!, le dije en un último intento por torear aquel bicho, ¡Nos falta Sebito!
¡Para esta fritanga no necesitamos pinche de cocina! ¡Adelante!, y empujando la puerta entró.

Me pegué a su levita siguiéndolo porque la oscuridad en el interior era casi absoluta y yo estaba algo impresionado, he de reconocerlo. Se filtraba una leve claridad por las legendarias vidrieras que dibujaban sobre los muros sus motivos y colores todo a lo largo de la nave. Era un espectáculo maravilloso y fascinante a un tiempo, como planos fijos de un cine mudo, cuadros, que sin embargo temblaban dotados de vida al influjo de la escasísima luz que llegaba del exterior.

Pero antes que las vidrieras, lo primero que me impresionó fue el silencio. Ni cánticos ni oraciones, ¿qué fue lo que oí yo, entonces, al abrir la puerta de entrada habitual?.
¡Don Ramón...!
¡Silencio, carallo!, me cortó Valle enérgico, pero sin alzar la voz.
Caminamos por la nave retrocediendo hasta la puerta principal, sonaban nuestros pasos en las losas como gotas de agua que caen en el lago de una cueva profunda. Al llegar, se detuvo mirando el rosetón central.
¡Aquí, usted que se dice amante de Grecia, en ese ojo mágico, por ese Aleph aspiré un atardecer la fragancia de sus islas doradas, aquí se detuvo el tiempo para mí y alcancé un vislumbre de la eternidad!...
¡Y un día!..., se me ocurrió rematar. ¡Nunca lo hiciera!. Descargó un bastonazo con toda la mala leche de que fue capaz, menos mal que últimamente olvidaba el bastón en el Mercedes, no obstante yo ya había dado un salto hacia atrás, pero él, con el impulso, se fue de morros al suelo.
Ya no era la primera vez que veía al pobre manco rodando delante de mí y volví a sentir lástima por él.

Rechazó mi ayuda llenándome de improperios, sentado en el frío suelo. Le alcancé los lentes, que no habían sufrido daño. Me los arrebató de la mano con un gesto brusco, mirándome con una mezcla de odio y sorna, ¡el cabrito parecía estar calculando cómo y dónde metérmela doblada!
¡Quién me mandará a mí aceptar estos catecúmenos!, dijo con mal disimulada resignación, y bufó después como un hoyo soplador.
¡Lo siento, maestro!
¡Ni maestro ni gaitas, estamos en sagrado, no me empuje al sacrilegio, pollo!

Lo mejor era callar. Se levantó de un brinco como una moza saltando la sebe.
¡Tal vez debí ponerlo en antecedentes de lo que haríamos esta noche!...
¿Qué?
¡Acompáñeme!

Enfiló muy despacio por la otra nave de la girola, esta vez en dirección a la cabecera del templo, con los ojos vueltos a lo alto. La oscuridad era aún mayor en esa nave, íbamos casi pegados al muro norte de la iglesia, el ala menos iluminada y diáfana de la Catedral. Yo empezaba a habituarme un poco al lugar.
Se paró frente a la famosa vidriera de La caza y me señaló la imagen del Alquimista trabajando en su oficio.

¡Quiero ver cómo los primeros rayos del sol revelan el misterio alquímico en esos vidrios!, dijo,  poseído y algebraico.
¡Acabáramos!, pensé. Por fortuna, en apenas cinco minutos parecía haber olvidado ya nuestras humanas diferencias...

(continuará) 
   
Gundoberto Salmerón Carrasclás, limpiacristales, pulidor.

El órgano y los vidrieras de la Catedral de León.

http://www.youtube.com/watch?v=i8n_g943tlg


Salud.