domingo, 21 de julio de 2013

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Oviedo, 2012.



Salí a tirar la basura



con mucho optimismo, pero con las bolsas demasiado llenas para mis limitadas fuerzas. Con todo y con eso, cuando pisé la calle el optimismo se había resuelto en risa. Tenía que ir parando cada poco, tanto por el peso de la basura cuanto por los accesos de risa, que también consumen energía y me dejaban sin las pocas reservas que me quedaban. Ya en la acera no podía ni levantar las bolsas, las iba arrastrando entre carcajadas que me obligaban a detenerme casi cada metro. Pasaron a mi lado varios viandantes, todos más jóvenes que yo, me miraban como se mira a un loco o a un viejo chocho de esos que hablan solos en voz alta. A ninguno se le ocurrió saludarme, ¿porqué, verdad?, ni mucho menos echarme una mano hasta los cubos, que ya no estaban lejos. ¡Temían que guardara un cadáver en las bolsas y convertir su ayuda en complicidad? ¡Ca! Nada de eso, simplemente cada uno iba a lo suyo y yo sólo era una anécdota, entre graciosa y patética, en su camino. Cuando llegué a los cubos no podía más. Las convulsiones de las carcajadas hicieron que me doblara sobre mí mismo, agarrado al borde del cubo del cartón para no perder el equilibrio y caer. Hice varios intentos, pero me resultaba imposible subir las bolsas hasta el borde de los cubos, más que nada por la risa, hasta que acertó a pasar un vecino de calle con el que coincido cuando sale a pasear a su perro. Al verme se hizo cargo de la situación y se acercó con intención de ayudarme. Cultivamos una especie rara de amistad, no sabemos nada el uno del otro, pero siempre nos saludamos, hemos cruzado más sonrisas que palabras, dimos algún paseo por las zonas verdes del barrio y hasta hemos llorado juntos en alguna ocasión. En ese momento era incapaz de parar de reír, por lo menos para decirle ¡buenas noches! Yo debía tener un aspecto bastante ridículo allí agachado y agarrado al cubo y al paisano se le soltó también la risa. Tuvo que agacharse junto a mí y agarrarse al cubo del plástico. Estuvimos un rato anulados por la catarata imparable de carcajadas y el perro, atado a la correa, se había sentado y nos miraba con tristeza. Cuando pasaba un peatón lo seguía con la mirada y gemía de esa manera tan humana que tienen los perros de lloriquear como los niños pequeños. No sé el tiempo que pasó. El perro tuvo ocasión de mear todos los cubos, excepto los que nos servían de apoyo. Nadie se dignó interesarse por dos viejos pasados y un perrín sensible. Al fin logramos incorporarnos y en equipo subir las bolsas a los cubos. Echamos después un cigarro a medias, sentados en las escaleras de subida al edificio, mientras el perro movía el rabo feliz, viendo que la cosa parecía que iba a terminar pronto y bien. Agradecí a mi amigo la ayuda, nos dimos un abrazo y nos despedimos con lágrimas en los ojos.



Rosendo. Versión del Pulgarzito.  Nada especial.




Salud y felices pesadillas


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