miércoles, 13 de noviembre de 2013

Sombra en Kos, Σκιά στην Κω


Kos. Grecia, julio 2013.

Marisco


Desde muy pequeños mi padre nos llevaba todos los días al río en verano, a bañarnos, pero sobre todo a pescar. Pescaba con caña y a mano, que era su técnica preferida. Aunque de más mérito y menos dañina que otras, es un arte prohibida y tal vez eso le añada interés. Solíamos pasar unas tres horas allí, de doce a tres. Conocía el río como el pasillo de casa. Era raro que no lleváramos alguna buena trucha, o un barbo, unos escallos y una docena de cangrejos, cogidos también a mano. Volvíamos con un hambre de muerte. Allí nos esperaban aquellos riquísimos fréjoles veraniegos con refrito de ajos y pimentón.
La caña era más infrecuente en él, pero la pesca del cangrejo a retel era otra de sus aficiones cuando se abría la veda. Entonces pasábamos la tarde en el río, echando los reteles en tramos donde sabía que abundaban, hasta el oscurecer y más allá, que era cuando se cebaban de verdad.

Tardé años en atreverme a meter las manos en las algas y las raíces de la orilla, y eso a pesar de haber vivido muchas veces la emoción de ver cómo mi padre sacaba una trucha de uno o dos kilos, y mayores. Me daba asco y miedo. Mi hermana, tres años más pequeña que yo, agarraba las culebras de agua por el rabo y dejaba que se le enroscaran en la muñeca. Es un bicho inofensivo y temeroso que ni muerde ni pica, no suelen pasar de medio metro y su grosor no exceder los dos centímetros, pero para mi aquella prueba era insuperable. Las agarraba por el rabo para hacerme el valiente, pero las soltaba al segundo; nada más ver cómo intentaban alzar la cabeza y enroscarse, las sacudía y las soltaba.

En cierta ocasión a mi padre lo mordió una rata de agua. Normalmente no molestan y escapan nada más verte, pero había metido las manos en un cembo de la raíz de un árbol que entraba en el río. Les llamamos cembos a esos cepellones de tierra y hierba que rodean las raíces de los árboles. Cuando éstos están casi en el agua formando la orilla, la tierra bajo las raíces va cayendo y queda una zona hueca y seca a la que sólo se puede llegar por debajo del agua. Debió tantear por allí a ciegas, donde tal vez anidaba la rata, y lo mordió.
No soportaba tampoco a las ratas, así que hasta los quince o dieciséis no empecé a pescar a mano. Al principio en lugares de agua transparente, de poca profundidad, pecines, cangrejos y algún alevín de trucha que no daba la talla. Hasta dos años después no cogí la primera pieza grande, una trucha que pasaba de los dos kilos y que es mi récord personal en ese raro arte.

Pero no es de mis hazañas pesqueras de lo que quería hablar, sino de los cangrejos.

Habíamos pasado toda la tarde en el río repartiendo en distintos rincones una veintena de reteles. Apenas cogimos un par de docenas y no muy grandes, pero al atardecer empezaron a entrar y sacábamos los reteles llenos, algunos ejemplares escapaban en el momento en el que el artilugio sale del agua, porque rebosaban y es una operación que debe hacerse rápido. La docena de cangrejos que venía en alguno ya pesaba un poco y la oposición del agua aumenta la dificultad.
No sé si convendría describir el retel y el procedimiento de pesca, veamos: es un aro de hierro de unos treinta centímetros de circunferencia con una red atada en forma de pequeña bolsa, en cuyo centro se pone un plomo y sobre éste se ata el cebo, carne, un pez, una rana. Un palo de metro y medio, con una horquilla en un extremo, cortado a la misma vera del río, ayuda a colocar el retel en el rincón apetecido, en el fondo del agua, sujetando con una mano la larga cuerda que se ata al aro y arrimando después cuerda y retel con la horquilla. Muy sencillo.

El hecho es que, con diez u once años, ya debía saber la técnica porque tenía mi propio palo y ayudaba a mi padre a sacar y recolocar en los sitios fáciles y donde menos cangrejos caían. A él le daba pena dejar aquella tarde el río porque en media hora casi habíamos llenado la truchera y seguían cebándose como hienas. Se nos hizo de noche. Mi hermana empezó a quejarse de frío y entonces mi padre anunció, ¡Venga, los echamos otra vez y nos vamos! Al final llegaríamos a casa cerca de las once de la noche.

Y aquí viene el cuento. Ya no se veía nada, en algunos lugares teníamos problemas para encontrar la cuerda del retel que atábamos en algún arbusto cercano a la orilla. Era la última sacada y hasta que no teníamos el retel a la altura de los ojos no veíamos el contenido, sólo podíamos calcularlo por el peso. En los cinco o seis a mi cargo salían más o menos una media de seis cangrejos por retel en aquel momento. Bastantes.
Estaba sacando uno de los últimos y me pareció que pesaba mucho, al salir del agua vi el bulto oscuro que colgaba en el fondo de la red y pensé que venía lleno de cangrejos. Cuando lo acerqué a mí, llevé tal susto que volqué el retel en el agua.

¡Papá, papá, corre, ven, saqué un cangrejo enorme!
Se acercó en dos zancadas, ¿Dónde está?, preguntó.
¡Se me escapó, pero era enorme!
Sería una rata, dijo sonriendo.
¡No, no, era un cangrejo muy grande, grandísimo, le vi las patonas con pinzas, las antenas, y los ojos y todo! ¡Pesaba por lo menos un kilo!
¡Entonces era una langosta!, contestó él muy serio.
Pero yo, como experto conocedor de las distintas especies piscícolas, dije, más serio aún, ¡No, yo creo que era un centollo!

No supe porqué se reía pero, por si acaso, cuando mucho tiempo después me atreví y aprendí a pescar, nunca se me ocurrió meter las manos en los cembos y raíces de aquel pozo del río.

Ramiro Rodríguez Prada

Βασίλης Τσιτσάνης,Vasilis Tsitsanis. 
Ζουζούνια, Zouzounia.  Τα καβουράκια, Ta kavourakia. Los cangrejitos.


Salud