jueves, 21 de noviembre de 2013

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Tan tiesos, pura apariencia.


Salí a tirar la basura


con una de esas talanqueras que uno pilla sólo de vez en cuando, ¡qué se yo!, ¿una vez al mes como aconsejaba Hipócrates? Todo fue medio circunstancial, quiero decir que no tenía previsto beber más de la cuenta ese día. El caso es que salía guapo. Por la mañana había tenido la visita de un colega con el que descorché una botella de vino. Comimos algo de queso para acompañar, escuchamos música, fumamos unos pitos y charlamos. Se fue dejándome un tiempo para hacer la comida y lo acompañé hasta la calle. En el portal me dice, ¡Vaya un pedo que tengo! Me culpa de ser un pervertidor de menores, ¡si es mayor que yo, y abuelo! No contesté, ¡soy inocente!, pero estaba igual que él y me eché a reír, confirmando de ese modo lo que acababa de decir mi amigo. En la comida, en cambio, no me excedí y bebí sólo dos vasos. Pero por la tarde tuve la visita de otro camarada al que le gusta el café y si lo hay, el orujo. Y lo tenía. Había rellenado hacía poco una frasca de tres cuartos de uno muy potente y la había metido en el congelador. Un café y otro. Y unos cigarros. Y cafetera va y cafetera viene y, entre medias, un chupito de aguardiente, y otro, y limpia la taza con un chorrín, y otro más. Estaba helado, denso y dulzón, y entraba como hidromiel. Sólo cuando habíamos bajado media botella y el orujo empezaba a calentarse, nos dimos cuenta del pedazo de cacho de trozo de calentón que teníamos nosotros. Salimos a la calle para dar un paseo y airear. El camarada llevaba un cegaratón de la ONCE y estaba empeñado en llevarme a cenar a un sitio que había descubierto recién. Pasear nos despejó un poco, pero en la cena empapamos otras dos botellas de vino, nos tomamos nuestros cafés y nos invitaron a los chupitos. No estaba tan bueno como el mío, pero sobre todo no bebimos tanto. No obstante salimos ya tambaleantes del bar. Antes de despedirnos todavía quiso tomar un cacharro en un pub cerca de casa. Él ya conoce el Oscuro Bar de Húmedas Paredes de mi calle, pero los dos temíamos esas escaleras empinadas y mohosas, donde tantos rokeros se han descalabrado. Cuando se fue, era casi la hora del paso de los camiones de la recogida y pensé que igual todavía tenía tiempo de sacar las bolsas. Aunque enseguida me fatigo, como la calle baja, me dio por acelerar un poco la marcha. Iba haciendo eses de lado a lado de la acera y poco a poco, con la inercia, fui cogiendo velocidad. Parecía que las piernas funcionaban solas y me despreocupé, pero lo que no era capaz de controlar eran las curvas. Llegó un momento en que dejé de controlar también la velocidad. Estaba muy cerca de las escaleras del edificio, pero iba ya totalmente desarbolado, y en quinta. En la última curva, cuyo arco acababa al pie de la escalera, derrapé y me estampé contra el penúltimo escalón. Me hice un rasponazo en la nariz y notaba en la cara la humedad viscosa de la sangre. Pude levantarme y llegar a casa. Ya se habían acostado. Cogí las bolsas y salí. Pero era de día y los cubos estaban vacíos y apilados para la noche siguiente.


Flema.  Siempre estoy dado vuelta.




Salud y felices pesadillas.


ra