sábado, 28 de diciembre de 2013

Regreso a Vilanova


El sótano del manco.

Vilanova da miña alma!


Día de Santos Inocentes, fiesta de guardar para don Ramón del Valle-Inclán, pícaro modernista y sabio antiguo.
Meses después de aquella Novena de Ánimas por tierras de cristianos, volvíamos a su bodega de Vilanova de Arousa, en cuya mesa quedaban los restos de un pote de caldo gallego.

A primeros de mayo, en mi respuesta a un comentario del Capi, a quien don Ramón respeta y admira como marino y persona, en el capítulo titulado Mirada retrospectiva, donde se iniciaba el relato de la Semana de Ánimas, adelantaba algún detalle del encuentro con el viejo manco, después del periplo esotericoputeril asturleonés.  

El Capi:
Ya pensaba que habías olvidado a D. Ramón. Pero revive con la primavera. El jodido Zombi...

Respuesta: 
¡Está más vivo que yo el cabrito!, menudo viacrucis puteril el de la semana de difuntos; ahora quería que lo acompañara a unos ejercicios espirituales al Nepal vestido de azafrán, y que me rapara la cabeza, ¡Usted primero, no te jode! Ya me hizo corear con él el Hare-Krisna, Hare-Hare, mientras le daba a una campanina como las de los monaguillos en la Consagración del Sacrificio de la Santa Misa, en resumen, en misa. Le dije que yo de Turquía no pasaba, ya veremos cómo acaba la cosa, porque tuvo un mal rollo con uno del monte Gurugú y no traga a los moros.
¡Pero los turcos no son moros, don Ramón!.
¡¿Me quiere dar lecciones de geografía, de etnografía o de historia?!
No puedo con él...
Un abrazo!

En el bodegón de Valle, Sebito, ojos y orejas de pachón, se despedía corrido, y eso que su amo había puesto sobre la mesa el chibuquí y la bolsa de cordobán. Apenas les prestó atención el rubicundo criado. Se veía descompuesto al pobre rapazón, al parecer desde que regresó del periplo cantábrico. La su Jaki, dulce y melancólica, pero caprichosa, andaba celosa y lo rechazaba.

Me dijo que traía olor a incensario, a choto y a puta barata...
¡Era olor a chocho de puta barata, Usebio!, corrigió Valle-Inclán.
¡Dáme o mesmo, se me deixa!, contestó el mocetón medio sollozante. Si non manda usted nada máis..., añadió con cara de apaleado.
¡Anda, mastín, corre y no te descalabres!, dijo el manco señalando la escalera de la bodega. Eusebio salió a escape metiendo su corpachón, que casi no cabía, por el hueco oscuro.

Y allí nos quedamos los dos solos, iluminados por una vieja lámpara de aceite con un trapo empapado por mecha. Don Ramón estaba serio y solemne como un apóstol del Greco. ¿Qué sería de Tejerina?. No tenía intención de estropear el encuentro preguntándole por ella, la cortesía ya me había valido más de una bronca del manco, a quien no se le podía mentar la costilla.

Por mi parte no recordaba cómo había llegado una vez más al sótano del gallego. Tampoco tenía memoria de haber comido caldo y sin embargo olía a unto y vi tres platos y tres cucharas con señales de uso. Y tres vasos de los que sin duda habíamos bebido, no sólo porque todavía quedara algo de vino en ellos, sino porque el sabor del morapio fresco en la garganta, fue la primera sensación que percibí despertando en aquella nueva, y quizá última -lo sentía como una premonición- cita arosana.

Aproveché la calma del zombi genial, para interesarme por el diálogo con los municipales y el mosén, y su papel de defensor de incautos en la Catedral de Oviedo, y también sobre el regreso de los cuatro célebres a Vilanova.

¡Se non hai viño, non hai contiño!, declamó sentencioso, y con el chibuquí, que había cogido de la mesa, señaló el jarro.
Saqué vino de la cuba y llené los vasos, mientras Valle abría la bolsita del hachís y pillaba una porción de un costo muy blando, con la que se dispuso a cebar la pipa. Era una operación que realizaba con calculada parsimonia, y su lentitud se debía más a cómo se recreaba en ella, oliendo la china y la punta de sus dedos y apretando suavemente el marrón en la cazoleta, que a la dificultad de hacerla con una sola mano.

Echamos un trago y empezó a contarme. Así conocí el contenido de su defensa cerrada ante el cura y los policías en Asturias, en la que él mismo llamó Katábasis, y alguna peripecia del regreso a Galicia.
Habían hecho todavía un  par de paradas antes de llegar a la Ría de Arosa. La primera en otro puticlub de Terra Chá, cerca de Villalba, y la segunda en un dúplex del Ferrol con seis fulanas. Pero ya canso de estas machadas del viejo chivo cuando recuerda, con los ojos vueltos, la zaga y la delantera de alguna mulata de las que le gustan.

Me resultó más interesante la bronca que tuvieron en el interior del Mercedes chegando a Vilagarcía.

La cuba y el jarro.

Estaban ya todos muy cansados de tanto trote putero y los malevos se relajaron, pensaron que el viejo yacía traspuesto, roncaba desmadejado como una marioneta, con sus luengas barbas y sus lentes torcidas sobre la nariz, soñaba y farfullaba frases incomprensibles. Iba en el asiento trasero con Sebito que, siguiendo su costumbre, dormía con el cogote apoyado en la bandeja posterior del automóvil.

Porfirio, que conducía el Mercedes en ese momento, cometió la indiscreción de dirigirse al Legía en voz alta recordando la broma que nos habían gastado en Oviedo. El Narizotas, por su parte, añadió un comentario sobre el diputado y la putilla que lo acompañaba y los dos estallaron en carcajadas.
El de Vilanova, que tiene orejas de lince y oye hasta en sueños, estaba escuchando la conversación de los peines, que sólo confirmaba sus sospechas.
Los cogió desprevenidos, de espaldas, riendo y mirando a la carretera. Les sirvió unas raciones de boina con toda la fuerza y mala hostia de que fue capaz. La boina, que era un regalo personal de Pío Baroja si recordáis, está más costrosa y cargada de mierda que la trasera de un cochino jabalín, ¡y pesa que se jode! 

¡Don Ramón que provoca un accidente!, chilló el Legía capeando el temporal de boinazos con los brazos.
¡Eu estou morto, carayo!, respondió el zombi descargando el último estacazo en la cara de Porfirio que había descuidado su defensa por atender al volante.

El boinazo le alcazó de lleno en los ojos abiertos y el guardaespaldas quedó sin visión, frenó a ciegas pero no pudo evitar dar un giro brusco al volante que los llevó directos a la cuneta.
Salieron los cuatro magullados, el Legía, además, con el tabique nasal fracturado y sangrando a chorro por su napia borbónica. Miraba a Don Ramón como para matarlo.

El manco, los cristales de las lentes rotos, había metido su mano buena en la faltriquera y palpaba la de a tercia.

Atrabilio Melones Turrión, sacamantecas, rapacuras.

Ixo Rai.   María.