lunes, 30 de junio de 2014

Siembra de vientos


 Aguada sobre cartulina. Pintura en polvo, residuos. Espátula.
Ramiro Rodríguez Prada.  2003. 


Cosecha


En realidad  él no quería esa vida, no le gustaba, casi se puede decir que fue un accidente. Su padre era militar, uno de esos hecho a sí mismo, como le gustaba decir, lo que venía a significar que no había pasado por la academia y había ascendido chusco a chusco y a puro huevo. Duro con la tropa, duro con los profesionales subordinados y duro con sus hijos, a la única que nunca había tocado era a su esposa, una mujer de armas tomar, nieta e hija de militar. Con ella y con el mando era más que sumiso.

Se retiró sin haber podido hacer carrera de los hijos, a los que trató de encauzar a base de brutalidad. De nada le sirvieron los halagos, su otra arma, y menos las palizas, los chavales mostraron muy pronto un carácter indolente y si tenían algún sentimiento claro por su padre, éste era el odio.

Malcriados por los caprichos que el hombre satisfacía intentando atraerlos, y maltratados por una disciplina salvaje que los doblegara, fueron incapaces de terminar el bachiller y vegetaban en el domicilio familiar, sin beneficio y sin el menor interés por oficio alguno.
El militar hizo cuanto supo para que ingresaran en el Ejército, pero estaba claro que aquellos atorrantes no tenían el espíritu marcial, ni los cojones que un soldado español debe tener. No parecían hijos suyos. De hecho eran idénticos al capitán de la compañía en su primer destino como sargento. Aquel hideputa huevón que, sin embargo, le había amargado la vida.

Esa idea llegó a convertirse en una obsesión. El desenlace era previsible. Una noche mató a su esposa y se pegó un tiro. No mató a los hijos porque ya sólo venían a casa por dinero y apenas los veía. Andaban metidos en drogas y en un par de años fundieron lo que les dejaron los viejos.

Se pelearon y cada uno se fue por su lado, los dos muy enganchados a la coca, con la que se ganaban la vida trapicheando.
Cargados de deudas y de amenazas de muerte, maleducados en la peor de las versiones cuartelarias, lo único que conocían de cerca, y sin salida, terminaron enrolándose en compañías de seguridad distintas, y finalmente como mercenarios, donde más dinero se ganaba. La guerra nunca dejó de ser uno de los grandes negocios.

Llevaban años sin tener noticias uno del otro. Por eso no sabían que sus respectivas empresas los habían alquilado a bandos enfrentados en una de las tantas guerras de este mundo.

El mayor era ya oficial en aquella partida de irregulares, compuesta por tipos de todas las procedencias y cataduras y por una leva forzosa de jóvenes del lugar, la diversión de la mayoría de los cuales era la violación, la tortura, el asesinato y el saqueo. El terror y el sadismo eran otras tantas armas de guerra utilizadas por los dos bandos.

Lo llamaron, borrachos y drogados, para que fuera a echar un vistazo a los presos de ese día antes de darles matarile. Estaban en una choza, los habían torturado. Eran dos hombres blancos, y tres negros muy jóvenes.
Tardó en reconocerlo. Le habían cortado la lengua y la nariz, y estaba ensangrentado e hinchado por los golpes. Lo miraba desde un lugar ya inalcanzable. Era su hermano. Uno de sus soldados, reclutados en el país a la fuerza, apenas un niño, sacó una pistola y riendo apoyó el cañón en el ojo del prisionero y disparó.

Fue una reacción automática, empuñó su arma, se giró y sin mediar palabra mató al chaval. Los compañeros quedaron como paralizados un momento, mirándolo desconcertados, y a continuación, como si obedecieran al unísono una orden de fuego, descargaron sus fusiles de asalto sobre él.


Ramiro Rodríguez Prada


Los Inhumanos.   Manué no te arrime a la paré.

http://www.youtube.com/watch?v=l76FsMgUbyU


Salud y paz para los pobres